Para que haya misericordia ha de haber humildad.
Fray Diego Rojas / 0 comentarios / Comentario al Evangelio
Domingo XXX Tiempo Ordinario: Para que haya misericordia ha de haber humildad.
Lucas 18, 9-14
En aquel tiempo, Jesús dijo esta parábola a algunos que se confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás:
«Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior:
“¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”.
El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo:
“Oh Dios!, ten compasión de este pecador”.
Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido».
Reflexión:
El domingo pasado decíamos que la justificación divina es conversión y reconciliación. No es posible la conversión si no hay reconocimiento de necesidad o de error, lo que supone una actitud de humilde introspección. Sin esa humildad, tampoco se puede hablar de reconciliación, que es don, regalo alcanzado por Cristo en la cruz. En la parábola del fariseo y el publicano, Jesús nos enseña a mirar el corazón de nuestra oración. No se trata de cuántas palabras decimos ni de cuánto cumplimos, sino desde dónde nos dirigimos a Dios. El fariseo reza de pie, seguro de sí mismo, convencido de que su justicia lo sostiene. El publicano, en cambio, se queda al fondo, apenas atreviéndose a levantar los ojos. Su única palabra es una súplica: “Dios, ten misericordia de mí, pecador.” En esa sencillez, Jesús reconoce la verdad de un alma que se sabe necesitada y amada.
La humildad no es despreciarse, sino dejar espacio a Dios. Es reconocer que todo lo bueno en nosotros proviene de su gracia. El publicano no se justifica ni se compara; solo confía. Esa confianza humilde es el terreno donde florece la misericordia. Quien se humilla ante Dios no se hunde, sino que es levantado. En el silencio de una oración sencilla, Dios encuentra el corazón disponible que puede transformar. Un corazón abierto a acoger el don de la reconciliación.
Tal vez también nosotros necesitemos revisar cómo oramos. A veces nos acercamos a Dios con la mente llena de juicios, comparaciones o méritos. Pero la oración verdadera nace del alma que se vacía de sí para llenarse de la presencia divina. La humildad nos permite mirar nuestra fragilidad sin miedo, porque sabemos que somos amados incluso en ella. Y desde ahí, nuestra relación con Dios se vuelve más libre, más real, más profunda.
En un mundo que exalta el éxito y la apariencia, Jesús nos recuerda que el camino hacia la vida pasa por la humildad. Solo quien reconoce su pobreza interior puede recibir la riqueza del amor de Dios. Por eso, cada día podemos repetir con serenidad la oración del publicano, dejando que se vuelva aliento y verdad: “Señor, ten misericordia de mí, pecador.” En esa frase sencilla se esconde toda la fuerza del Evangelio: el amor que levanta al que se confía en Él.
Oración
Señor Jesús, enséñame a orar con un corazón humilde y sincero. Hazme reconocer que todo lo bueno viene de Ti, y que solo en Tu misericordia encuentro la paz.
Amén.


