El que atesora para sí no es rico ante Dios
Fray Diego Rojas / 0 comentarios / Comentario al Evangelio
Domingo XVIII del Tiempo Ordinario: La Avaricia
Evangelio según San Lucas 12, 13-21
En aquel tiempo, dijo uno de entre la gente a Jesús:
«Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia».
Él le dijo:
«Hombre, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre vosotros?».
Y les dijo:
«Mirad: guardaos de toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes».
Y les propuso una parábola:
«Las tierras de un hombre rico produjeron una gran cosecha. Y empezó a echar cálculos, diciéndose: “¿Qué haré? No tengo donde almacenar la cosecha”.
Y se dijo: “Haré lo siguiente: derribaré los graneros y construiré otros más grandes, y almacenaré allí todo el trigo y mis bienes. Y entonces me diré a mí mismo: alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe, banquetea alegremente”.
Pero Dios le dijo:
“Necio, esta noche te van a reclamar el alma, y ¿de quién será lo que has preparado?”.
Así es el que atesora para SÍ y no es rico ante Dios».
Reflexión:
Jesús, al escuchar la petición de aquel hombre sobre la herencia, no entra en el conflicto legal ni familiar. Los problemas de herencias y líos de repartición de bienes no fueron temas prioritarios para Jesús. Si era prioridad para Jesús dirigirse al corazón de los problemas, en este caso: la avaricia, el deseo de acumular como si la vida dependiera de eso. Con firmeza y ternura, nos advierte: “Aunque uno tenga abundancia, su vida no depende de sus bienes”. Esta frase, breve pero luminosa, nos revela una verdad esencial del Evangelio: la vida está en manos de Dios, no en nuestras cuentas bancarias ni en nuestros planes.
El rico de la parábola es un hombre prudente a los ojos del mundo. Planea, calcula, construye, se asegura el futuro. Pero su error profundo no está en organizarse y hacer un proyecto, sino en vivir de espaldas a Dios. Habla consigo mismo, decide solo, se cree dueño del tiempo y de su alma. El hombre de la paróbola hace un soliloquio en donde el centro es el ego, mis bienes, mi vida, mi seguridad. Hacer el granero más grande se convierte en símbolo de un corazón cerrado, que no sabe mirar ni hacia el cielo ni hacia el prójimo. La autosuficiencia, más que un pecado, es una ceguera espiritual: olvidamos que todo lo que tenemos es don, no conquista. Se distancia mucho del “nosotros” en el que insiste el Padre Nuestro.
Esta parábola no condena la riqueza, sino el olvido de Dios. No denuncia el trabajo, sino la ilusión de que somos autosuficientes, que no necesitamos a nadie más, ni siquiera al Creador. ¿Cuántas veces organizamos nuestra vida como este hombre, confiando solo en nuestras fuerzas, sin espacio para la oración, para el silencio, para el discernimiento? Es fácil vivir como si fuéramos eternos, cuando en realidad somos peregrinos.
Dios no lo llama “malvado”, lo llama “necio”, porque su error fue profundo: creyó que la vida era suya. Pero la vida es gracia, y cada día es un regalo que se nos entrega para amar, compartir, sembrar esperanza. Ser rico para con Dios no es otra cosa que vivir con el corazón abierto: cultivar la fe, practicar la caridad, confiar en su Providencia. La riqueza que salva no se guarda en graneros, sino en el alma que se deja llenar por el amor.
Entonces, la verdadera pregunta no es cuánto tengo, sino en quién confío. No se trata de cuánto he acumulado, sino de cuánto he amado. Al final del camino, lo único que permanecerá será lo que hayamos hecho por amor a Dios y a los hermanos. La eternidad no se compra: se comienza a vivir aquí, cuando dejamos que Dios sea el centro y no los bienes que nos rodean.
Hoy el Evangelio nos invita a revisar nuestro corazón: ¿Estoy edificando graneros o sembrando en el Reino? ¿Estoy almacenando bienes o cultivando relaciones? Que el Señor nos conceda la sabiduría de no vivir como necios, sino como hijos que confían en el Padre y hacen de su vida un tesoro en el cielo.